San Juan Huarte de San Juan

domingo, 13 de diciembre de 2009

La prudencia de la carne: la destreza y la gracia


Puesto que pertenece a la imaginación la tarea de componer todo con orden y concierto, de manera que forme bella figura y correspondencia, a estas dos importantísimas funciones de la imaginación, que son el sentido común y la reminiscencia, se añaden otras dos más, igualmente decisivas: primero, la prudencia o destreza de ánimo, con la cual se conoce lo que está por venir; y segundo, la gracia o donaire.

Nos referiremos en primer lugar a la destreza de ánimo ("agudeza in agilibus"). Huarte también la llama solercia, astucia. "Atinar presto el medio, es solercia, y pertenece a la imaginativa" (cap. XIII). Y es un género de la prudencia que nace de la cólera; una especie de prudencia de la carne. Citando a Cicerón, determina esta prudencia como el poder de la mente para distinguir entre lo bueno y lo malo (cap. VI). La solercia es la fecundidad, la capacidad práctica de la imaginativa (cap. XII). El autor del Ensayo contrapone esta sabiduría práctica y terrena, que implica una cierta dosis de malicia y doblez, con la sabiduría del entendimiento. Sin embargo, en el cap. VIII, insiste en que de la buena imaginación dependen todas las artes y las ciencias que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción: poesía, elocuencia, música, saber predicar, la práctica de la medicina, las matemáticas, astrología (astronomía), gobernar una república, el arte militar (con forzada etimología, Huarte asocia "milicia" y "malicia"); pintar, trazar, escribir, leer, ser un hombre gracioso, apodador, pulido, diestro; y todos los ingenios y maquinaciones que fijan los artífices.

Huarte opina que, en general, a los españoles les falta imaginación. La única mención a Erasmo que hemos encontrado en el Examen de Ingenios le pone como ejemplo de buena imaginativa y memoria. Pues, en efecto, en el pequeño tratado de retórica que Huarte incluye en el capítulo X, se pone de relieve el decisivo papel que toca a la imaginación en esta actividad. El predicar pertenece a la imaginación. "La gracia y donaire que tienen los buenos predicadores, con lo cual atraen a sí al auditorio y lo tienen contento y suspenso, todo es obra de la imaginativa, y parte de ello de la buena memoria". Un perfecto dialéctico o consumado orador tendría que saber todas las ciencias. Pero esto es imposible por dos razones: la brevedad de la vida y las limitaciones del ingenio humano. Es interesante recordar que estas razones que aduce Huarte son exactamente las mismas que aduce Protágoras en el conocido fragmento de su obra Sobre los dioses, para justificar su agnosticismo.

La fabulación y el saber imaginativo, narrativo, tiene para Huarte una importante función pedagógica. Es evidente que saber apodar y traer buenos ejemplos y comparaciones es imprescindible para cualquier maestro, habida cuenta de que con los ejemplos y fábulas aprenden los hombres mejor, por ser probación que pertenece al sentido; y no tan bien con los argumentos y razones que piden entendimiento. Por eso Cristo usó de tantas parábolas y comparaciones, cosa que se hace con la imaginación. Además, los imaginativos tienen buena voz porque ambas aptitudes nacen del mismo temperamento caliente. Asimismo, la música (enemiga del demonio) y la representación son también obras de la imaginación. El fin de los músicos y actores no es otro sino dar contento a quienes les oyen; pero el orador trata de adquirir algo para sí y disfraza ante el auditorio su verdadero fin.

Huarte reconoce los riesgos y extremos de la sofística. Distingue la ciencia (o filosofía natural), de la retórica, con la misma precisión que separa la teología escolástica, que defiende por su racionalidad (cap. X), de la predicación ("teología positiva"). Ya que el retórico aprende de todo, pero sin entender de raíz la razón y causa de las sentencias "averiguadas". Los oradores no toman de la ciencia más que los efectos, quedándose en la superficie de las cosas. El exceso de retórica, unido a la falta de entendimiento, produce la "vanilocuencia" y "parlería", que Huarte denuncia en los teólogos protestantes. Esto no es más que un episodio o una de las consecuencias negativas posibles del exceso de imaginación. Si esta potencia no está equilibrada con el sentido de la justicia y la capacidad de juicio (entendimiento), vuelve a los hombres coléricos, astutos, malignos y cavilosos; los cuales están siempre inclinados al mal y sábenlo hacer con mucha maña y prudencia. Los que tienen una imaginación fuerte son de temperamento caliente y de esta calidad nacen tres vicios principales: soberbia, gula y lujuria.

Toda la filosofía natural de Huarte está dominada por el principio de conservación, lo que en los seres vivos se traduce en la universalidad del conatus. Todos los seres apetecen naturalmente su conservación, y procuran durar para siempre jamás (cap. XII). Además, por su propia naturaleza, los hombres apetecen deleites y buscan el placer y ser a todos aventajados y de mayor felicidad, lo cual forzosamente ofende a los demás, pues estas cosas no se pueden conseguir sin hacer injurias a muchos. Desde luego, Huarte precisa que no es que la imaginación sea mala en sí misma: el buen ingenio y bondad antes inclinan al hombre a la virtud y bondad que a los vicios y pecados, pero es un hecho que, ordinariamente, los malos dan pruebas de gran ingenio, y a más habilidad, mayores bellaquerías. Y es la misma calidad que los hace ingeniosos, la que les convida a ser malos y viciosos. El ingenio que es menester para los embustes y engaños es la versucia: que tienen los que son mañosos, astutos, doblados y cavilosos. Ello parece ser así porque el exceso de la imaginación no haya su oportuno contrapeso en la fuerza del entendimiento. "Cuando predomina el entendimiento, ordinariamente se inclina el hombre a la virtud, porque esta potencia restriba en frialdad y sequedad, de las cuales dos cualidades nacen muchas virtudes, como son continencia, humildad y temperancia; y del calor, las contrarias" (cap. X).

Huarte aprovecha su análisis del talento de los malos para arremeter contra el fatalismo, desmitificando la Fortuna, llamándole "causa fingida y estulta". Atribuye a los estoicos la tesis de que, frente a una primera causa eterna, omnipotente y de infinita sabiduría, conocida por el orden y concierto de sus obras admirables, habría otra imprudente y desatinada, cuyas obras son sin orden ni razón y falta de sabiduría. A la Fortuna la pintan ciega porque con una irracional afición da y quita a los hombres las riquezas, dignidades y honra. Aunque actúe al azar, parece favorecer a los malos y perseguir a los buenos, amar a los necios y aborrecer a los sabios, ensalzar a los viles y rebajar a los nobles, agradarse en lo feo y espantarse de lo hermoso... Pero Huarte reacciona contra esta concepción pesimista del destino. Hay razones naturales, psicológicas, que justifican el éxito de los malvados sin recurrir a una Causalidad trascendente. Y es que los malos pueden ser muy ingeniosos y tener imaginación para comprar y vender engañando; mientras que los buenos suelen ser pobres de imaginación. Y aún va más lejos al afirmar que "muchos son buenos moralmente porque no tienen habilidad para ser malos" (cap. XIII). Esta afirmación, incomprensiblemente a nuestro juicio, no escandalizó en absoluto al inquisidor, a pesar de sus implicaciones inmoralistas.

No sabemos si Nietzsche leyó a Huarte, sí sabemos que lo había leído el filósofo pesimista que más le influyó: Schopenhauer, quien le cita, aunque no precisamente en uno de los lugares más felices de su obra. No obstante, podemos reconocer en esta idea de que la incompetencia y la impotencia explican la bondad de los mediocres un clarísimo precedente de las tesis desarrolladas por el inmoralismo nihilista de Nietzsche, explanadas en algunas de sus obras hasta la crueldad y el sarcasmo. Reflexiónese, por ejemplo, sobre el siguiente texto de Huarte:

"Hay muchas virtudes en el hombre que nacen de ser flaca la irascible y concupiscible (como es la castidad en el hombre frío); pero antes es impotencia para obrar que virtud. Por donde, sin que la Iglesia católica nos enseñara que sin auxilio particular de Dios no podemos vencer nuestra naturaleza, nos lo dice la filosofía natural" (cap. XIV).

O sobre este otro:
"La facultad racional es contraria de la irascible y concupiscible, de tal manera que si un hombre es muy sabio, no puede ser animoso, de grandes fuerzas corporales, gran comedor, ni potente para engendrar"; Porque las disposiciones naturales que exige la filosofía racional para obrar son "totalmente contrarias" de las que pide la irascible y concupiscible (cap. XV).

Réstese de la opinión de Huarte el crédito que atribuye a la doctrina católica de la gracia (v. gr., en el texto del cap. XIV que acabamos de citar), y se verá a qué "genealogía de la moral" conduce este naturalismo que asienta la mayor eficacia vital en las potencias más rastreras del alma humana y determina desde ese instinto, o voluntad ciega de supervivencia y poderío, la fuerza de toda acción moral.

Afortunadamente, en Huarte se atempera su tendencia al reduccionismo naturalista con sus sinceras creencias cristianas. Quienes se quejan de la Fortuna y la llaman ciega, loca y bruta, deberían mirar si no son ellos los ciegos, que necios, locos y desatinados se tienen por sabios. "Ni conviene dejarlo todo a Dios, ni fiarse el hombre de su ingenio habilidad: mejor es juntarlo todo, porque no hay otra fortuna sino Dios y la buena diligencia del hombre" (cap. XIII).

No existe hombre perfecto y las potencias irascible y concupiscible (apetitos y sentimientos) siempre salen superiores en fuerza a la razón e incitan ("irritan") al hombre a pecar... Y así, no conviene dejar a ningún hombre, por templado que sea, que siempre siga su inclinación natural sin irle a la mano y corregirle con la razón (cap. XIV).

El resultado moral no sólo depende del equilibrio entre la imaginación y el entendimiento, así como de la necesaria subordinación de la primera al orden del segundo, sino también de la propia orientación de la imaginación. De sus ilusiones, de sus intereses, de lo que sueñan los hombres. De este modo, el carácter depende tanto de lo que los hombres son, como, muy decisivamente, de lo que sueñan e imaginan. Huarte se da cuenta de la importancia del incentivo en la motivación de todos los actos humanos, incluidos los del alma racional: "La razón de esto es muy clara en filosofía natural. Porque ninguna facultad hay, de cuantas gobiernan al hombre, que quiera obrar de buena gana si no hay interés delante que la mueva" (Ibidem).

Existen caracteres especialmente conflictivos, como los de ciertos tipos melancólicos, que viven una perpetua lucha interior, una guerra de contradicciones entre la diversidad de intereses de las distintas potencias del alma y del ingenio: especial dramatismo suele tener la contradicción entre en entendimiento y la imaginación. Huarte pone el ejemplo de Pablo de Tarso, tipo de colérico-adusto o melancólico. En general, este agonismo interior nace de la batalla que hizo el pecado original entre el espíritu y la carne. Pero, no contento con esta explicación mítica, o metafísica, Huarte ensaya otra, más mecánica y física: "la desigualdad de la atrabilis en la compostura natural". 
Sacado de la red, autor: José Biedma