San Juan Huarte de San Juan

viernes, 11 de diciembre de 2009

Trascendencia de la voluntad racional



Si el arte de gobernar y aplicar las leyes a los casos concretos pertenece a la imaginación, y la teórica de las leyes a la memoria, en el capítulo XI del Examen se nos dice que el abogar y juzgar corresponde al entendimiento. La ley expresa la voluntad racional del legislador. El adjetivo racional es aquí decisivo porque si lo que la ley ordena no es justo y con razón, entonces -proclama Huarte- no se puede llamar ley. Esto significa que la intención del legislador, para ser ella misma legal, ha de estar fundada en un argumento. La ley no es ley sin razón, como no sería hombre el ser que careciese de alma racional. Por eso, lo que importa de la letra de la norma es la intención racional implícita. El hombre a letra dado no tiene libertad de opinar, sino que ha de ajustarse a la letra. No sucede lo mismo respecto a la divina Escritura. "La letra mata, pero el espíritu fortalece" (Corintios, III).

Tampoco los médicos tiene letra a qué sujetarse. "Porque si Hipócrates y Galeno y los demás autores graves de esta facultad dicen y afirman una cosa, y la experiencia y razón muestran lo contrario, no tienen obligación de seguirlos. Y es que en la medicina tiene más fuerza la experiencia que la razón, y la razón más que la autoridad. Pero en las leyes acontece al revés, que su autoridad y lo que ellas decretan es de más fuerza y vigor que todas las razones que se puedan hacer en contrario".

Vemos aquí como, dos siglos antes que Hume o Kant, Huarte niega que la experiencia sea el criterio normativo más fuerte. Apunta de este modo la esencia trascendente e ideal de los actos intelectuales respecto de la experiencia, como principios prácticos de la ética y la legislación. "Por maravilla se hallan las cosas con todas las perfecciones que el entendimiento las finge". En este campo, como dirá Enmanuel Kant, sin duda con mucha mayor precisión y finura, es obligatorio ser platónico, porque aquí la idea establece como prototipo ese maximum, para acercar cada vez más, según ella, la constitución jurídica de los hombres a la mayor posible perfección. El idealismo es imprescindible en lo moral, porque en este campo la razón humana (razón práctica o voluntad racional) demuestra verdadera causalidad y las ideas se hacen causas eficientes de las acciones y sus objetos (parafraseamos a Kant, "Dialéctica trascendental")...: "pues en lo que se refiere a la naturaleza, la experiencia nos da la regla y es la fuente de la verdad; pero respecto de las leyes morales, la experiencia (desgraciadamente) es madre del engaño y es muy reprensible tomar las leyes acerca de lo que se debe hacer (o limitarlas) atendiendo a lo que se hace".

Ya hemos hablado de la oposición entre la sabiduría racional, la prudencia del entendimiento y la mera astucia, o solercia, que pertenece a la imaginativa y cuya principal propiedad es "atinar presto al medio". Imaginación y entendimiento parecen profesarse mutua repugnancia. Por eso -dice Huarte-, "los hombres de grande entendimiento no valen nada para la guerra, porque esta potencia es muy tarda en su obra, y amiga de rectitud, de llaneza, de simplicidad y misericordia, todo lo cual suele hacer mucho daño en la guerra. Y fuera de esto, no saben astucias ni ardides, ni entienden como se pueden hacer; y, así, les hacen muchos engaños porque de todos se fían. Estos son buenos para tratar con amigos, entre los cuales no es menester la prudencia de la imaginativa, sino la rectitud y simplicidad del entendimiento; el cual no admite dobleces ni hacer mal a nadie" (cap. XIII).

La analogía entre Huarte y Kant cesa cuando reparamos en los esfuerzos del médico de Baeza para poner en comunicación la dimensión moral con la psicológica y fisiológica, o sea, para mantener su principio de la continuidad esencial entre la materia y el espíritu. Así, en el capítulo XIII del Examen se nos explica que las dos principales virtudes cardinales, la justicia y la prudencia, han menester ingenio y buen temperamento para poderlas ejercitar, y que la buena intención no basta: "Si la voluntad bastase para hacer las cosas bien ordenadas, ninguna obra buena ni mala errarían los hombres". Sin embargo, otra cosa pasa con las virtudes inferiores: "La fortaleza y templanza son dos virtudes que el hombre tiene en la mano aunque le falte la disposición natural". En esto, Huarte no hace más que interpretar originalmente la añeja distinción aristotélica entre las disposiciones intelectuales y las propiamente morales.

En cualquier caso se preserva el dominio del entendimiento. Se ve que el valor natural es contrario a la prudencia, pero uno puede ser valiente porque así lo impone el entendimiento: así el prudente entiende que "por el ánima ha de poner la honra, y por la honra la vida, y por la vida la hacienda". El hombre muy sabio no es valiente por disposición natural, porque los mismos humores que le hacen prudente le hacen temeroso y cobarde. Ahora bien, la sabiduría no es blandura. Hay una intimidad natural y trágica entre la inteligencia y el dolor... "La gente de poco saber llama desasosiego al cuidado, al castigo crueldad, a la remisión misericordia, y al sufrir y disimular las cosas mal hechas buena condición; y esto realmente nace de ser los hombres necios...; los prudentes y sabios no tienen paciencia ni pueden sufrir las cosas que van mal guiadas, aunque no sean suyas: por donde viven muy poco y con muchos dolores de espíritu", mientras que "los necios viven más descansados", "angelitos" -les llama irónicamente Huarte-, en realidad no son "ángeles del cielo", sino "asnos en la tierra". Pues los ángeles verdaderos del cielo nos hablan en lenguaje espiritual moviendo la imaginativa y si nos dijeran palabras materiales los tendríamos más bien por importunos y mal acondicionados. Pero el necio carece de imaginación y tiene remisa la facultad irascible, gran deficiencia en el hombre, por cuanto "la irascible es el verdugo y espada de la razón". Y el hombre que no riñe las cosas mal hechas, o lo hace de necio o por ser falto de irascible.

A pesar de los esfuerzos denodados que hace Huarte para mantener la continuidad entre naturaleza y espíritu, entre causalidad y libertad, los mismos hechos sociales apuntan una cierta contrariedad entre la norma convencional y la naturaleza, por la que él mismo muestra su repugnancia, pues hombres bien dotados por la Naturaleza para gobernar quedan privados por su condición humilde del honor y la libertad en que naturaleza les puso y, por el contrario, otros cuyo ingenio y costumbres fueron ordenados para ser esclavos y siervos quedan hechos señores por nacer en casas ilustres. Este naturalismo, socialmente crítico (suavemente similar al del Calicles del Gorgias platónico o al anticonvencionalismo de ciertos sofistas como Antifonte), se convierte en una especie de "alabanza de aldea" cuando Huarte considera "que por maravilla salen hombres muy hazañosos, o de grande ingenio para las ciencias y armas, que no nazcan en aldeas o lugares pajizos, y no en las ciudades muy grandes".
Sacado de la red, autor: José Biedma